Leo con interés morboso una de las columnas de opinión que Ana Iris Simón publica semanalmente en El País. Para no levantar sospechas de animadversión previa, diré que suelo compartir sus ideas y que la considero una opinadora que, desde su progresismo, defiende valores abandonados por la modernidad, como son la familia o el derecho de las mujeres a tener las aspiraciones vitales que les venga en gana.
A modo de resumen, diré que el artículo alaba la decisión, por parte de la Comunidad de Madrid, de prohibir el uso didáctico, en las escuelas financiadas con dinero público, de cualquier dispositivo digital. Solo se permiten dos horas semanales y siempre con dispositivos compartidos. Los profesores tampoco podrán mandar ningún tipo de tarea para realizar en casa que requiera el uso de estos.
Más allá de las disquisiciones políticas del artículo, me llama poderosamente la atención los argumentos que utiliza para sostener su opinión. Ana Iris habla del reciente informe emitido por la Asociación Española de Pediatría para exigir la retirada de tabletas y ordenadores de las escuelas. Es cierto que la AEP ha actualizado su plan digital familiar recientemente, y que la prensa, ávida de titulares, ha destacado la recomendación de no exponer a los menores a ningún tipo de pantalla hasta los seis años.
A partir de ahí, parece que Ana Iris no se ha debido leer los documentos que esgrime, puesto que llama poderosamente la atención el olvido, o la lectura sesgada que hace de algunos puntos, sobre todo los referentes al impacto de los dispositivos digitales en las escuelas:
El informe discrimina su análisis por dispositivos, siendo los teléfonos móviles los que se llevan la peor parte, y no mencionando ningún impacto negativo del uso de tabletas u ordenadores personales en la educación. Nadie pone en cuestión el papel disruptivo de los teléfonos móviles en las escuelas e institutos, ni su falta de utilidad en cuanto a didáctica se refiere, pero no se puede extender este análisis a otros dispositivos.
Se cita expresamente la falta de evidencia científica que relacione el uso de tabletas o laptops en el aula con una peor calidad de la enseñanza. No hay ninguna evidencia de que la educación mediada por cierto tipo de pantallas sea ni mejor ni peor que aquella que usa el lápiz y el papel. Los nostálgicos de los dictados, la toma de apuntes y las clases magistrales en silencio sepulcral parecen víctimas del típico “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Se advierte, expresamente, de que la correlación entre alumnos con peores resultados académicos y tiempo de uso de pantallas (en el cual se incluye el uso doméstico, no solo el académico) ha de ser analizada incluyendo múltiples factores externos. Por decirlo de otra forma, que las familias desestructuradas o en riesgo de exclusión social recurren sistemáticamente a un uso excesivo de pantallas, sin que ese sea el factor clave en los problemas de sus hijos en la escuela.
Por último, se advierte de la relación directa entre el tiempo que los padres pasan frente a las pantallas y el de sus hijos. Una cuestión que está ampliamente estudiada y que deriva en problemas de salud relacionados con el sueño, el riesgo cardiovascular o la alimentación.
Es este último punto, el más destacado en todos los informes, el que Ana Iris parece convenientemente olvidar. Quizás porque, como adicta a una red social extremadamente tóxica como Twitter, le resulta doloroso pensar que el mayor impacto sobre los hábitos digitales de sus hijos está en la palma de su mano, y no en las escuelas a las que los manda. Es más fácil desproveer de una valiosa herramienta a los maestros que cambiar tu propio comportamiento.
Nuestra articulista se ensaña particularmente con la representante de CCOO por decir que “el problema de las pantallas no se encuentra en los centros educativos, sino en las familias”. Esto parece fruto de cierto remordimiento, más que de una lógica que nos lleve a pensar que, puestos a recortar horas de uso de pantallas, es mejor hacerlo de Instagram y TikTok que de fuentes de conocimiento prácticamente inagotables.
Uno de los puntos que más me decepcionaron del artículo fue el uso de la expresión “medida avalada por el sentido común” para referirse a la decisión de la CAM. Bien es sabido que el sentido común es el menos común de nuestros sentidos, como también que cada persona lo interpreta a su gusto e interés. Recurrir a esta expresión para defender una idea solo demuestra una carencia preocupante de argumentos, que obliga a recurrir a un punchline más propio de la barra de un bar que de una columna en el periódico más leído de España.
La superficialidad que destilan los análisis basados en el sentido común es la que nos convierte en víctimas propiciatorias del sensacionalismo barato y de las ideas construidas a golpe de noticias impactantes.
Esto es lo que me ha venido a la cabeza cuando he visto el reciente éxito de Netflix, Adolescencia, serie en la que un joven de 13 años asesina a una compañera de clase influido por la ideología incel que le llega a través de las redes sociales.
Netflix, experta en buscar el lado más morboso de cualquier tema, nos propone que la reciente “radicalización” de los jóvenes, que parecen virar cada vez más hacia ideas reaccionarias, está principalmente causada por los mensajes que los chicos consumen en YouTube o TikTok.
He leído recientemente múltiples artículos que apoyan esta idea en algunos de los principales periódicos. Sin descartar que esto sea parte del problema, quiero creer que un análisis más profundo y multifactorial es necesario.
No es motivo de este blog realizar análisis sociológicos sobre la adolescencia, pero como el tema que me trae aquí es la relación entre la tecnología y la crianza, por alusiones diré que nos hacemos un flaco favor si culpamos de todos nuestros males a algo que no deja de ser una herramienta.
Si recurrimos al “sentido común”, acabaremos trazando una línea muy fina y muy corta entre usar redes sociales, que personalmente me parecen una lacra, y asesinar mujeres. La misma que trazaban nuestros padres entre fumar un cigarrillo y tu primer chute de heroína.